Seguramente te ha pasado esto en algún momento: te reencuentras con una canción que ya has oído muchas veces, pero esta vez alguien te señala algo particular, un destello de belleza que no habías notado antes, y gracias a eso la canción se transforma, se convierte en otra. Es como si la escucharas por primera vez pero al mismo tiempo te trae la magia que se despierta en el cuerpo con las cosas ricas que se repiten, con los reencuentros.
A mí me pasó hace poco con una canción de los Beatles que se llama While My Guitar Gently Weeps. La había oído muchas veces, pero nunca por iniciativa propia: en mi vida esa canción había sido una de esas que “suenan por ahí”. El reencuentro fue gracias a un episodio de la serie documental McCartney 3, 2, 1, que nunca hubiera visto si no fuera porque R (mi pareja) insistió.
Una de las cosas que más disfruto de compartir mi vida con R es que siento que él es un portal que me permite, a través de su sensibilidad, descubrir nuevos matices de mi propia sensibilidad. Dicho en otras palabras: gracias a su compañía siento que vivo más y mejor.
Específicamente hablando de música, él ha sido una y otra vez esa persona que señala destellos particulares de belleza en canciones que ya me gustaban pero a las que no les había prestado suficiente atención, y cada uno de esos reencuentros —con todo lo que han despertado en mi memoria física y emocional— se ha sentido como un regalo que llega mi vida a través de él.
En mi reencuentro con esa canción de los Beatles le presté atención a lo que dice la letra por primera vez. La parte que dice “I don’t know why / nobody told you / how to unfold your love” (no sé por qué / nadie te dijo / cómo desplegar tu amor) me hizo pensar en algo que me inquieta desde hace tiempo: formamos parte de sociedades en las que lo normal es pasar muchísimas horas de nuestra infancia (y de nuestra vida) sentadas en salones de clase en las que nos hablan de datos y de nombres y de números, y en las que rara vez (si es que alguna) tenemos espacios de educación organizados en los que podamos compartir prácticas y experiencias que sean útiles para el proceso de aprender a desplegar nuestro amor.
Cuando digo amor me refiero a la manera en la que entiendo esa palabra en este momento de mi vida, el amor en su manifestación más amplia. No me refiero al “amor” que se plantea como un sentimiento (limitado y por lo general súper frágil) que aparece solo entre dos personas que son pareja o, como mucho, entre miembros de la misma familia.
Me refiero al amor como una práctica, como proceso que emerge en las relaciones que tenemos con nosotras mismas, con otros humanos, con otros animales, con las plantas, los hongos, las montañas, los territorios y con todo el mundo viviente y el universo.
Cuando digo amor me refiero a «la disposición para extender el propio yo para nutrir el crecimiento espiritual de otro o de uno mismo», como lo propone bell hooks en su libro Todo sobre el amor, inspirada en M. Scott Peck, que a su vez fue inspirado por Erich Fromm y su libro El arte de amar. Me refiero a la práctica de entregarnos al proceso de aprendizaje que surge naturalmente en todas nuestras relaciones. Me refiero a la práctica que sostiene a la vida, o sea, a la práctica que sostiene al mundo.
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Rara vez (si es que alguna) tenemos la oportunidad de estar en espacios de educación que nos enseñen a desplegar nuestro amor. Pero todos los días, todo el tiempo estamos participando en situaciones que son oportunidades para aprender a amar. Lo que pasa es que, por lo general, ni siquiera nos damos cuenta, porque en las sociedades de las que somos parte nos hemos acostumbrado a meter el amor en una caja pequeñísima en la que no cabe casi nada de lo que el amor en su sentido más amplio nos puede (ayudar a) dar.
Se me ocurre que hemos aprendido colectivamente a encerrar el amor en esa caja tan chiquita porque así tenemos la ilusión de que lo podemos controlar, porque en el fondo le tenemos mucho miedo a su poder transformador:
Abrirnos al amor en su sentido amplio implica estar dispuestas a mutar, a dejar de ser lo que supuestamente somos para descubrir que siempre somos otra cosa, algo nuevo que surge y se transforma mientras existimos en relación con lo que va más allá de nosotras.
En contraste, la mirada convencional del amor (que suele reducirse al amor romántico) nos mantiene en la lógica individual, donde somos apenas —como dice Carrie Jenkins— “co-consumidores”, o sea, individuos que ven en el otro un producto para su consumo, individuos bien alineados con la mirada de este sistema insostenible y violento, donde todo lo que está afuera de nuestros bordes es solamente un potencial recurso para nuestro bienestar (y, casi sobra decirlo: cuando ese otro deja de aportar bienestar deja entonces de ser digno de recibir amor).
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No me sorprende que estemos tan perdidos colectivamente cuando se trata de amar. Hemos pasado muchísimo tiempo repitiendo historias sobre esa mirada reducida del amor. Hemos aprendido sobre un “amor” transaccional en el que el otro es propiedad privada, un “amor” extractivo en el que el otro es un bien de consumo, un “amor” que no nos incomoda porque no nos transforma.
Hemos pasado muy poco tiempo acompañándonos a aprender sobre el amor como práctica y como proceso, como oportunidad para el renacimiento, para la generosidad, para el encuentro y la reciprocidad. Nadie nos dijo / cómo desplegar nuestro amor.
Esto, por supuesto, se manifiesta en todas nuestras relaciones: con otros humanos, con otros animales, con los territorios de los que somos parte y con la Tierra y la vida en general. Nuestra civilización, confundida con respecto a qué es el amor, nos enseña a hacernos unas a otras lo mismo que le hacemos a la Tierra: privatizar, extraer, explotar, consumir, controlar, huír del conflicto, ignorar, abandonar. Eso que le hacemos a la Tierra es al mismo tiempo el mapa que usamos para relacionarnos entre nosotras, y así seguimos atrapadas en un bucle repitiendo el mismo patrón.
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Cualquiera que conviva con otros humanos (pareja, amigues, familia) sabe que compartir la vida no es fácil: implica el proceso constante y casi siempre incómodo de aprender a identificar, reconocer, dibujar y redibujar nuestros propios límites mientras al mismo tiempo tratamos de entender cómo esos límites interactúan y generan fricciones con los demás, mientras al mismo tiempo aceptamos que esos límites nunca son estáticos, que —como todo lo vivo— se mueven y se transforman.
Compartir la vida no es fácil, pero no tenemos opción: existir ES compartir la vida, porque la vida existe y se sostiene a través de las relaciones.
Por eso, en un momento en el que la vida como la conocemos está en crisis, estoy convencida de que lo que necesitamos de manera más urgente es aprender a relacionarnos, aprender a permitir que otros florezcan a través de nuestras relaciones, aprender a navegar la co-existencia sin lógicas extractivas o transaccionales. En otras palabras: necesitamos aprender a amar.
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El terapeuta familiar Terry Real dice que nuestras relaciones son como la biósfera: vivimos en ellas. Podemos descuidarlas, podemos contaminarlas… pero si ese es el caso, inevitablemente después vamos a experimentar ese descuido y a respirar esa contaminación.
Me parece bellísimo notar que lo que necesitamos colectivamente en nuestra relación con la Tierra es lo mismo que necesitamos en nuestras relaciones con otros humanos: necesitamos cultivar un amor que sea cuidadoso y libre, a que abrace la complejidad y no se esconda de lo difícil, que se reconozca múltiple y diverso, que sea amplio y generoso y que no busque el beneficio egoísta sino el florecimiento mutuo, la reciprocidad.
¿Por dónde empezar, o cómo seguir, o qué tener en cuenta para no perdernos en el camino? ¿Cómo cultivar relaciones basadas en el cuidado, la atención a la belleza de las diferencias, la capacidad de acompañarnos en el conflicto y de ayudarnos a florecer mutuamente? ¿Cómo aprender a amar?
No puedo compartir instrucciones precisas, porque nadie tiene instrucciones precisas. Lo que necesitamos no es (no ha sido nunca) una guía estática creada por un individuo. Lo que necesitamos es cultivar suficiente apertura y confianza para explorar propuestas construidas relacionalmente, en colectividad.
No puedo compartir instrucciones precisas pero sí puedo compartir lo que yo deseo, lo que yo estoy tratando de aprender y lo que estoy tratando de aplicar: deseo cultivar relaciones que no respondan a lógicas extractivistas sino a lógicas de cuidado mutuo y reciprocidad. Deseo cultivar relaciones en las que nos acompañemos a navegar el conflicto, reconociendo que es parte de la existencia, reconociendo que no vivimos a pesar de la fricción sino a través de ella. Deseo cultivar relaciones en las que nos desprendamos del discurso de la pureza y de la perfección, en las que nos acompañemos también cuando metemos la pata, abriendo espacio para la reparación y la reconciliación. Deseo reconocer las relaciones como procesos vivos que necesitan alimento y cuidado, y que cambian y se transforman. Deseo cultivar relaciones que sean portales a través de los cuales podamos acompañarnos a descubrir nuevos matices de nuestra sensibilidad. Deseo cultivar relaciones en las que nos acompañemos a encontrar destellos de belleza, que nos hagan sentir que vivimos más y —sobre todo— que vivimos mejor.
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Está claro que, como individuos, no podemos echarnos encima el peso de transformar el mundo. Quienes lo hemos intentado ya sabemos que inevitablemente terminamos aplastadas debajo de ese peso. No podemos pretender convertir una tarea colectiva en una tarea individual. Por eso quiero invitar a que veamos nuestras relaciones “micro” (parejas, amigues, familia, colegas de trabajo, otros animales, plantas, nuestros contextos locales) como el terreno en el que podemos empezar a transformar nuestra relación macro con la Tierra. Me parece que así es como podemos empezar a responder a este gran desafío de transformación colectiva a una escala que está a nuestro alcance, a escala humana.
Existimos como resultado del amor que atraviesa a todo el mundo viviente y, por el hecho de existir, no tenemos más remedio que participar en ese amor. Sin amor no se vive, porque el amor es lo que fluye a través de todas las relaciones entre todas las manifestaciones de la naturaleza. Sin amor la vida no se sostiene. Necesitamos aprender a amar.
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